
La Voz de Medianoche – Historias de Suspenso
Jorge Ávila había sido locutor de radio durante casi dos décadas. Había comenzado su carrera en las estaciones locales de su pequeña ciudad, pero su carisma y voz profunda y tranquilizadora le habían ganado un lugar en la radio nocturna de una emisora importante en la capital. Su programa, “La Voz de Medianoche”, era conocido por su mezcla de música suave, conversaciones íntimas con los oyentes y reflexiones filosóficas sobre la vida. A menudo recibía llamadas de personas solitarias, insomnes o simplemente aquellos que necesitaban desahogarse en las horas más oscuras de la noche.
La cabina de radio estaba ubicada en el último piso de un viejo edificio de ladrillos, justo en el centro de la ciudad. Desde su ventana, Jorge podía ver la ciudad dormida, las luces de los postes titilando en la distancia y el eco lejano del tráfico nocturno. Aquella noche, como muchas otras, Jorge entró a la cabina a las 11:30 p.m., preparándose para su programa de medianoche. Encendió las luces tenues, colocó su taza de café en su lugar habitual y revisó los discos que planeaba tocar.
—Buenas noches, oyentes nocturnos —comenzó con su tono habitual—. Bienvenidos a otra edición de La Voz de Medianoche. Aquí estamos, juntos, en estas horas en que el mundo parece detenerse y solo quedamos nosotros, nuestras voces, y nuestros pensamientos.
Puso una canción de jazz suave, y se recostó en su silla. Cerró los ojos, disfrutando el momento. Era un trabajo solitario, pero le encantaba. Sin embargo, esa noche sería diferente.
Pasaron apenas quince minutos antes de que entrara la primera llamada. Jorge activó el botón para recibirla.
—Buenas noches, estás en La Voz de Medianoche. ¿Con quién hablo?
Hubo un silencio al otro lado de la línea. Jorge esperó, creyendo que la conexión había fallado. Iba a colgar cuando escuchó una respiración leve, como un susurro que atravesaba el aire.
—¿Hola? —repitió Jorge, frunciendo el ceño.
Finalmente, una voz respondió, baja y áspera, como si fuera un cuchillo raspando sobre metal oxidado.
—Hola, Jorge.
Algo en la forma en que pronunciaron su nombre lo puso en alerta. Era como si la voz cargara un peso extraño, una familiaridad que no reconocía. Pero no era raro que sus oyentes supieran su nombre, después de todo, él lo mencionaba frecuentemente en el programa.
—¿Quién habla? —preguntó, intentando mantener su tono calmado.
—Alguien que te conoce bien —respondió la voz.
Jorge sintió un escalofrío recorrerle la espalda. La línea se cortó abruptamente, y todo lo que quedó fue el zumbido vacío de la señal muerta.
Se quedó mirando el tablero de control, esperando que la llamada fuera solo una broma de mal gusto. Sin embargo, había algo en esa voz, algo que lo perturbó profundamente. Pero no podía permitirse ser afectado por eso. Reinició el programa, asegurándose de mantener su tono profesional.
—A veces recibimos llamadas de todo tipo, amigos. Así es la vida en la radio nocturna. Ahora, volvamos a la música.
Durante las siguientes noches, las llamadas de aquel oyente anónimo continuaron. Nunca revelaba su nombre, pero siempre sabía el de Jorge, y con cada llamada, parecía saber más sobre su vida. Hacía preguntas que nadie más podría hacer. Mencionaba lugares que Jorge había visitado en su juventud, detalles íntimos de relaciones pasadas, incluso episodios dolorosos que había enterrado hace mucho.
Una noche, mientras la ciudad afuera estaba cubierta por una espesa niebla, la voz habló de algo que Jorge no había compartido con nadie en años.
—¿Recuerdas esa noche en el lago? —dijo la voz, lenta y deliberadamente—. La tormenta, la barca volcada… Y lo que hiciste después.
Jorge se quedó congelado. La memoria lo golpeó como un martillo en el pecho. La imagen de un lago oscuro, el agua turbulenta y un par de ojos llenos de terror lo inundaron. Había pasado tanto tiempo intentando olvidar, pero en ese instante, todo volvió a él.
—¿Quién eres? —exigió, su voz temblando por primera vez.
—Solo soy alguien que sabe la verdad —respondió la voz antes de que la línea se cortara una vez más.
Jorge quedó mirando el tablero, la respiración agitada. Ese secreto en particular era uno que no había compartido ni con su esposa. Era un evento enterrado en lo más profundo de su alma, una noche de verano de hace muchos años, donde la tragedia y el miedo se habían entrelazado en una serie de decisiones desesperadas. Nadie debería saberlo. Nadie podría saberlo.
Con cada noche que pasaba, Jorge se encontraba más y más paranoico. Llegaba a la estación antes de tiempo, revisando todo a su alrededor. Sus compañeros de trabajo notaron su cambio de actitud, pero él los alejaba con excusas vagas. La sensación de ser observado lo perseguía incluso cuando no estaba al aire. El locutor, que siempre había sido una figura tranquila y en control, ahora vivía con el temor constante de la próxima llamada.
Finalmente, después de una semana de tormento, decidió enfrentar a su acosador. Una noche, durante el programa, decidió tomar la iniciativa.
—Esta noche quiero hablar directamente con esa persona que ha estado llamando. Si estás escuchando, y sé que lo estás, quiero que sepas que lo que estás haciendo es enfermizo y perturbador. Deja de llamarme. No me intimidas.
El silencio que siguió fue denso, como si la ciudad misma estuviera conteniendo la respiración. Puso una canción y esperó. Minutos después, la llamada llegó.
—Buenas noches, Jorge —dijo la voz, casi con una sonrisa audible en su tono—. No me malinterpretes, no es intimidación. Solo quiero que recuerdes quién eres, lo que hiciste, y lo que aún te espera.
—¡No tienes idea de lo que estás hablando! —estalló Jorge, rompiendo su protocolo habitual de mantener la calma—. No sabes nada de mí.
—Sé más de lo que crees. Y si no te cuidas, todos lo sabrán también.
El teléfono se cayó de la mano de Jorge. ¿Quién era este tipo? ¿Qué quería? Y, lo más importante, ¿cómo sabía tanto? Se preguntó si debería acudir a la policía, pero, ¿qué les diría? Que alguien lo estaba acosando con llamadas misteriosas en la radio? No tenía pruebas, y además, las preguntas sobre su pasado solo complicarían las cosas. ¿Y si el secreto que tanto temía salía a la luz?
Las cosas comenzaron a empeorar cuando la influencia de la voz comenzó a filtrarse en su vida diaria. Empezó a recibir cartas anónimas en su casa, notas que aparecían en el parabrisas de su coche, y en su correo electrónico, todo firmando con la misma frase: “Recuerda lo que hiciste”. El estrés lo consumía lentamente; había empezado a perder el sueño, su esposa notaba que algo estaba mal, pero él no podía explicárselo. Decirle la verdad implicaría revivir el doloroso recuerdo, y peor aún, implicaría ponerla en peligro también.
Una noche, cuando se dirigía a la estación de radio, notó algo extraño. Al salir de su casa, había una figura de pie al otro lado de la calle, una sombra que desapareció tan pronto como Jorge se giró para mirarla directamente. En los días siguientes, la figura apareció de nuevo, siempre manteniéndose a una distancia segura, pero siempre presente.
Decidió confrontarlo. La siguiente vez que la sombra apareció, Jorge corrió hacia ella, cruzando la calle a toda velocidad. Pero cuando llegó al lugar, no había nadie allí. Solo el eco de sus pasos resonando en el pavimento.
El miedo se convirtió en algo físico, un nudo en su estómago que no lo abandonaba ni un segundo. El peso de las amenazas, el acecho constante, lo estaba destrozando lentamente.
El día antes de lo que sería su último programa, Jorge recibió un sobre en su casa. No llevaba remitente, pero en su interior encontró una fotografía vieja, arrugada y amarillenta por el tiempo. En la imagen, podía verse a sí mismo, muchos años más joven, junto a una barca en el lago. Había otra persona en la foto, un joven que Jorge reconoció al instante, aunque hacía décadas que no veía su rostro.
El muchacho en la foto estaba sonriendo, sin saber lo que le esperaba. Jorge sintió que el aire abandonaba sus pulmones. En el dorso de la foto, con letras grandes y rojas, estaba escrito: “Todo saldrá a la luz mañana”.
La promesa no era solo una amenaza; era una sentencia. Si esto se hacía público, si la verdad sobre aquella noche en el lago salía a la luz, su vida estaría arruinada. Podía perderlo todo: su carrera, su familia, su libertad. Desesperado, buscó la ayuda de un amigo abogado, quien le aconsejó que entregara la foto a la policía. Sin embargo, Jorge sabía que era inútil. Cualquier intento de controlar la situación solo serviría para acelerar su ruina.
Aquella noche, fue a la estación sintiendo que caminaba hacia su ejecución.
Jorge se sentó en su cabina, frente al micrófono, con las manos temblorosas. Había decidido que esta sería la última emisión de La Voz de Medianoche. Si las cosas se iban a desmoronar, lo harían bajo sus propios términos. Comenzó el programa con su habitual saludo, pero no tardó en dirigirse al oyente anónimo.
—Tú, que has estado acechándome estas últimas semanas, quiero que sepas que has ganado. Esta será mi última noche en el aire. Pero antes de irme, me gustaría escuchar lo que tienes que decir.
Esperó, y el teléfono sonó casi de inmediato.
—Jorge —la voz sonaba diferente esta vez, más calmada, casi triunfante—. Finalmente, lo admites. Es el momento de que todos sepan la verdad.
Jorge respiró hondo.
—No vas a ganar —dijo con firmeza—. No puedes hacerme esto.
La risa al otro lado de la línea era fría y siniestra.
—No soy yo quien lo hará, Jorge. Será tu propia conciencia. La verdad siempre sale a la luz, y tú lo sabías desde el principio.
Jorge colgó el teléfono y, por un momento, contempló la opción de contar la verdad al aire, confesar sus pecados y dejar que la audiencia fuera su juez. Pero en lugar de eso, se levantó, tomó su chaqueta y salió de la cabina.
Esa noche, La Voz de Medianoche terminó antes de tiempo, con solo el ruido de estática llenando las ondas de radio.
Al día siguiente, la noticia corrió como pólvora. Jorge Ávila, el famoso locutor de radio, había desaparecido. Su coche fue encontrado abandonado cerca del lago de su infancia, el mismo lago donde había ocurrido el accidente tantos años antes. En el asiento del pasajero, encontraron una cinta de audio, con una grabación de su voz confesando todo.
El secreto que tanto había temido salió a la luz. Jorge había estado involucrado en la muerte de un amigo durante una tormentosa noche en el lago, una muerte que había intentado ocultar durante toda su vida. Aquel amigo, la víctima, había sido el hermano del oyente anónimo, alguien que había jurado venganza desde ese fatídico día.
Nunca encontraron el cuerpo de Jorge, pero la última transmisión quedó como un eco sin respuesta, una voz perdida en la noche, arrastrada por el viento.
Y así, La Voz de Medianoche se apagó para siempre, dejando solo un rastro de sombras, susurros y un secreto que ya no podía mantenerse enterrado.